La generación de narradores cubanos que se dan a conocer a finales de los años ochenta y principios de los noventa del siglo pasado marca un cambio, un soplo de aire fresco en nuestra literatura.
Tras el ominoso «quinquenio gris», una cosmovisión diferente nos sorprende (principalmente desde las páginas de revistas y diversas antologías) y los críticos se afanan por hallar una terminología para etiquetar a esta promoción (violentos y exquisitos, novísimos) renovadora del canon tanto en lo formal como en las temáticas que abordan (marginalidad, otredades sexuales, emigración, violencia intrafamiliar).
Las propuestas de esta hornada de escritores siguen teniendo un peso enorme en el momento actual de nuestra narrativa[1], marcada por la búsqueda de un discurso diferente al de las primeras décadas del proceso revolucionario, con un contenido y una visión de la realidad más crítica, en ocasiones ácida, notablemente permeada por la experimentación, la lateralidad, el afán de clasificación de la crítica (discurso femenino, discurso homoerótico, etcétera.) En todo caso, predominando una nota de pesar, un sentimiento de pérdida, de que las promesas de la ola revolucionaria de los sesenta han de ser postergadas. Prima la convicción de que autores y personajes (muchas veces inseparables en esta narrativa) viven un momento que nunca hubiesen elegido, un frustrante escamoteo de sus sueños. El desencanto une a estos narradores por sobre diferencias formales o conceptuales.
Al margen del movimiento de talleres literarios, casi como una advenediza rezagada de esta generación que Salvador Redonet aclamara con alegría, llega Mylene Fernández Pintado, una abogada que trabajara en el ICAIC, para reafirmar que las decepciones y la frustración personales pueden convertirse en literatura, para tomar todos estos grandes temas y aportar una visión que, sin ser catastrófica, concede un enorme espacio al desencanto.
Con Anhedonia, mención en el Premio de La Gaceta 1995, Fernández Pintado nos propone un montón de preguntas que no siempre tendrán una respuesta, o al menos no una respuesta feliz: ¿Placer o anhedonia?, ¿realización o fracaso?, ¿dónde empieza el triunfo y dónde la derrota?, ¿acaso los que van por la vida aparentemente felices llegan a serlo? En esta obra, el primer cuento de la autora, dos personajes femeninos descargan su frustración. Verónica, aparentemente feliz madre, incorporada como un tornillo más a los engranajes sociales (léase profesional con empleo más o menos bien remunerado, esposo sin demasiado brillo pero aceptable y vida tan común como puede tenerla cualquier mujer en sus condiciones). Sabina, una triunfante ejecutiva soltera, segura de sí misma, de vida libre y todas las comodidades imaginables en nuestro entorno. En común una antigua amistad y la mutua convicción de que cambiarían con gusto su modus vivendis por el de la amiga. ¿La realización personal o la profesional? ¿El triunfo lo es realmente? ¿Qué dimensión adquiere el fracaso? Los personajes de Fernández Pintado cuentan desde puntos de vista divergentes sus historias para complementar una trama donde (¿es preciso reiterarlo?) reina el desencanto. ¿Por qué estas vidas irreales? ¿Dónde quedaron los sueños? ¿Vale la pena renunciar a cambio de una felicidad que a la postre no llega?
En el cuaderno que le valiera el premio David 1998 de cuento (Anhedonia), vuelven las mujeres de Fernández Pintado a preguntarse cuán importante puede ser un sueño. La voz de la narradora (predomina la primera persona en estos textos) va del humor suave de «Alejandro Magno» a la reflexión en «El día que no fui a Nueva York”, mostrando una galería de personajes que buscan una realización que no están seguros de alcanzar nunca.
Tomemos como ejemplos los dos cuentos a los que nos referíamos. En «Alejandro Magno» esta mujer poca cosa, frágil, casi invisible, que «coge botella» en un flamante Lada, parece incapaz del triunfo, destinada al eterno desencanto, ya sea por los autos que no la recogen, las personas que la miran decepcionadas al saber que trabaja en el ICAIC, pero… no es actriz, o por su mísera condición de peatón al borde de la calle. Los ocupantes del auto, radiantes, mirando desde su pedestal a la advenediza, parecen claros triunfadores, hasta que la aparición de Alejandro produce un giro de 180 grados y la delgada figura de la muchacha se agiganta ante los desilusionados y conmiserativos poseedores del Lada. Puro desencanto, contraposición de mundos donde el equilibrio que acaso proporcione la felicidad no se logra. Y todo ello en un lenguaje limpio, con un humor ligero y una estrecha identificación personaje-autor que nos hace preguntarnos si no pudo haber ocurrido algo similar a la propia Fernández Pintado, si se trata de una creación (en el sentido de construir una historia totalmente imaginada) o de una recreación (fabular sobre un suceso real que se ha vivido personalmente o al menos muy de cerca). Y sí, ya sé que toda obra suele tener algo de autobiográfico, pero Fernández Pintado transmite a los lectores la sensación de contarles no una historia, sino un pedazo de su día a día, con lo que logra una fuerte empatía y complicidad.
En «El día que no fui a Nueva York» la perspectiva varía. ¿Quién de nosotros no tuvo o tiene un gran sueño? Escalar una montaña, conocer determinados lugares y/o personas, hacer algún descubrimiento.Todos en algún momento ansiamos con todas nuestras fuerzas y a veces casi ninguna esperanza que se realizara el sueño. ¿Qué pasa cuando estás a las puertas de que esto ocurra? ¿Qué pensarías si has anhelado toda tu vida viajar a Nueva York, visitar el Museo de Arte Moderno, el Empire State, el subway y todos esos lugares que solo has visto en filmes y ahora tuvieses en tus manos el pasaje? La protagonista de esta historia busca qué hay más allá de la realización, del satisfacer un deseo, y la duda la atormenta porque se pregunta: ¿Y si llega el desencanto? Después de visitar la gran urbe, de husmear aquí y allá, ¿dónde quedaría el sueño? ¿Hacer realidad un propósito no nos deja sin propósito?
El resto de los personajes de Anhedonia se debate en un juego similar. En la isla o Miami, trátese de Batman o de la intrusa en el cumpleaños de Mayte, los seres de Fernández Pintado temen al fracaso, pero también al éxito. Ellos claman por una nueva posibilidad, por una vida diferente, una realización que algo o alguien les ha escamoteado, pero, ojo, ¿qué ocurriría si sus ruegos resultan escuchados?
Con Otras plegarias atendidas debuta Fernández Pintado como novelista y sorprende gratamente la fidelidad a sí misma, la reiteración de un discurso limpio que permite ubicarla entre las grandes voces femeninas del momento en nuestra narrativa y que la imbrican en la corriente de la novelística actual, aunque formal y conceptualmente se acerque más al relato tradicional que la obra de autoras contemporáneas como Anna Lidia Vega Serova o Ena Lucía Portela.
Premio Ítalo Calvino 2002, Otras plegarias atendidas se ha visto como una novela sobre la emigración (incluso como una más) y creo que no es esa la intención de la autora aunque el tema (¿acaso puede eludirse en nuestra narrativa?) acapare protagonismo. Los personajes de esta novela y en especial la protagonista (que en algunos momentos identificamos claramente con la autora, hasta el punto de volver a preguntarnos si es solo la voz del narrador-personaje y no la de la narradora-personaje-Fernández Pintado que sigue apostando por el comadreo cómplice con un lector que la reconoce) están trazados con exquisitez. Tanto en Miami como en La Habana, Batman, Manzano, Marilyn o Barbie, buscan la realización de su propio sueño, llevándose por delante cuanto impida la concreción del mismo.
Desde ese primer exergo de Santa Teresa de Ávila que previene: «Se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas que por los deseos no realizados», la autora advierte cuáles son sus motivaciones, sensación que refuerzan las citas de «Al otro lado del espejo y lo que Alicia encontró allí» (la popular obra de Lewis Carrol) que encabeza cada una de las ¿partes? de un todo que Fernández Pintado propone como un viaje Havana-Miami-Havana que lo es también hacia nosotros mismos. Ese pasaje donde Alicia llega a olvidar hasta su nombre marca la entrada al mundo de Miami, a un salto espacio-temporal donde el juego que Fernández Pintado nos venía proponiendo cambia de perspectiva sin dejar de ser una historia de desengaños. Lo que ocurre en Miami, para algunos la esencia de la novela, no es más que una consecuencia lógica de esta primera fase habanera donde la protagonista se presenta a sí misma bajo un prisma que dosifica humor y cero autoestima. Para llegar aquí esta mujer sin nombre se ha convertido en writer, finalista de un prestigioso concurso. Sus amores con Batman, sus relaciones de trabajo, sus contratiempos y amistades conforman el mundo de la isla, ese del que Manzano, su amigo gay, pretende escapar al aceptar las propuestas de su amante holandés. Dice Manzano:
(…) No quiero pensar en el futuro a no ser en lo bueno que va a ser. Quiero tener mucha nostalgia y un buen carro, llorar por La Habana y matarme la tristeza atiborrándome de delicatessen, sentirme muy solo y muy bien alimentado.
Se va para, desde su nueva y distante perspectiva europea, añorar con toda la nostalgia su ciudad. No hay vacuidad, lagrimeo idiota en este abandono. Manzano opta por trasladar sus rasgos identitarios (acaso una alusión, premeditada o no, al Diego de Senel Paz) a una sociedad tecnológicamente superior, pero cuyo ritmo y patrones sabe nunca asumibles del todo. ¿Por qué entonces la ida? ¿Por qué tantos cubanos felices en ese aeropuerto José Martí? La voz de la writer-Fernández Pintado vuelve a buscar sus razones:
Una pareja de jóvenes habla en voz alta (…). Se han ganado una visa por sorteo y van a hacer muchas cosas por primera vez. Primer viaje, primeras maletas (…). La noche anterior hicieron una fiesta apoteosis, se reunieron con sus amigos (…) y rieron, lloraron, bailaron y regalaron toda la ropa a los que se quedaban. De repente, en pleno júbilo por «sacarse el bombo» se descubrieron tristes, desamparados y furiosos con ellos mismos por no poder estar todo lo contentos que se supone. Irse a Miami (…) es como ganarse la loto, flamenca y rosada de la Florida, les repiten los amigos, que mañana van a estar en el mismo sitio sin ellos, para quienes no hay cambios, grandes ilusiones, ni grandes incertidumbres. ¡Tremenda suerte! Dicen y los tocan, los besan, los bendicen. Y los afortunados del «bombo» se miran por encima de carcajadas, augurios, música y ron y se dan cuenta de que tienen que deshacer las maletas porque lo que más falta les hace lo han dejado fuera.
¿Está la felicidad del otro lado del mar, Alicia?
Para el tío Halloweeners Hunters, una de las más deliciosas creaciones de Fernández Pintado, el exilio es una prolongación de tiempo y espacio. Aferrado a una Cuba que sabe irrecuperable, viviendo en una ciudad que intenta infructuosamente recordar la Habana prerevolucionaria, Halloweeners Hunters se convierte en una roca sobre la que rompen todas las olas. Su resistencia a ser absorbido por el modo de vida americano, su apego obstinado a la tradición, a los rasgos más notorios de la cubanidad que simboliza desde sus estridencias y la crítica a todo lo que representa diferencias, lo convierten en antihéroe, en complemento de ese afán asimilativo que representa su esposa y alter ego: la tía de América. El rechazo a la transculturización de Halloweeners Hunters y los esfuerzos de su esposa por americanizarse son también una manera de vencer el desencanto, o al menos enfrentarlo. Como los amigos del bar a donde va a parar la writer fingen dormir y llevar una vida digna con sus escasos ingresos, Halloweeners Hunters imagina que comer como lo hacía en Cuba lo acerca a una isla que físicamente es irrecuperable.
¿Quedarse con sus amigos cineastas frustrados? ¿Esperar a que Barbie consiga ese marido rico? ¿Buscar en Batman lo que sabe imposible? Si las visiones de otros autores tocan los extremos de una misma realidad con tintes diversos y siempre tendenciosos, Fernández Pintado opta por el equilibrio. Su protagonista no ve llegar su realización personal en el sueño americano y regresa, acaso porque (¿cómo pudiste olvidarlo, Alicia?) esta casa que es la isla, o nosotros mismos y por qué no, ambas cosas a la vez, está en todas partes, porque en cualquier dirección que vayas te sorprenderán sus paredes. Aquí reposan las claves de esta novela. ¿Qué buscamos al evadirnos a otra realidad? ¿Basta cambiar de aires para enderezar el rumbo? ¿Acaso merece la pena correr de prisa, más de prisa, para quedarnos en el sitio?
El regreso. Los cambios. ¿Qué ha pasado con esta writer que vuelve dispuesta a contar su historia con la complicidad de su exsecretaria? ¿Qué hay con estas amigas literatas que apuestan por las tertulias y el feminismo a ultranza para olvidar el desencanto?
Fernández Pintado es consciente de sus fuerzas. Poseedora de un singular talento para el dibujo de sus criaturas (especialmente femeninas) y con una prosa elegante, sin estridencias, honesta y fiel a sí misma, en la que las autoreferencias validan el texto y lo hacen más cercano («Me senté y escribí cómo se siente uno cuando no ha hecho en la vida algo interesante –dice la writer-personaje-narrador-¿Hasta qué punto Fernández Pintado?– y se declara tan culpable que la culpa, ancha y pesada nos inmoviliza, (…) y comparé mi vida con la de los que no habían perdido el tiempo y encaminaban la suya. Describí mis inseguridades, mi nula autoestima y mi incapacidad para disfrutar las cosas buenas que se volvían insulsas y carentes de atractivo al hacerse realidad»).
Demuestra que sabe y puede contar, que la historia de Alicia sigue siendo referente válido.
Las plegarias atendidas son, en efecto, motivo de contratiempo, nos dice de nuevo e incluso repite una situación similar a la anécdota seguida en «Alejandro Magno»:
Me habían dado botella durante el tiempo justo para enterarme de que él era el jefe de la brigada de reparaciones de las casas de protocolo y la matrioshka gendarme, gerente de la Benetton y que no se enteraban ni de la mitad de las carencias y ausencias que padecíamos. En ese tiempo me morí de envidia cuatro veces y otras tantas lo pensé mejor al comprender que nada es felicidad al vacío y que aquella vida era mejor que la mía mientras me la mostraban, pero cuando no tenían quien se las envidiara y se quedaban solos con su buena suerte, esta ya no era tan disfrutable.
¿Qué hacer con el placer satisfecho que nos llena de anhedonia? ¿Puede vivirse en equilibrio entre dos aguas como intenta su writer? ¿Es la clave de la felicidad ese olvido de lo superfluo, ese inocente y egoísta centrarse en sí mismos que vive la joven pareja que la protagonista contempla en el epílogo? ¿Existe realmente un equilibrio, ese saber estar? ¿Vale la pena el atrincheramiento de Hallowenners Hunters, o es preferible dejarse llevar como su esposa? ¿Qué pasa con los sueños cuándo dejan de soñarse?
Muchas preguntas y la triste sensación del desencanto, la certeza de que nada será como imaginamos, de que lo previsto a veces resulta y… ¿qué puede haber detrás?
Si se intenta un paralelismo con otra novela que aborda desde la objetividad el tema del exilio: La isla del cundeamor de René Vázquez Díaz, podemos comparar al Halloweners Hunters con la tía Ulalume, negados de plano a aceptar el mundo que quieren imponerle en una ciudad caótica y enferma. Pero si el rechazo del personaje de Fernández Pintado es obstinación, atrincheramiento en un pasado en el que las cosas marchaban «como debe ser», Ulalume busca rehacer ese pasado en la isla que ha creado y que responde a su identidad cultural, una isla que es más real en el espíritu que en lo puramente físico y por ello transportable a otro espacio donde pueda recomponerse. Entre ambos tíos una diferencia: Halloweners Hunters se sabe derrotado por el presente, Ulalume aun apuesta al futuro. Por demás, los personajes jóvenes de Fernández Pintado no gravitan hacia la idea del regreso, acaso convencidos de que no hay vuelta atrás. Su generación abandonó la isla en medio del caos de los noventa y creen que su opción es acertada, aunque el discurso de la nostalgia vibre en esas llamadas telefónicas que propone Merlín a otros cubanos desperdigados por el mundo.
¿Pesimismo? ¿El fracaso como propuesta estética? En su última apuesta «La anunciación de fra Angélico», aparecida en La Gaceta, Fernández Pintado reafirma sus postulados conceptuales. Una vez más, hay en la voz del personaje femenino que cuenta la historia una nota de pesar. Nostálgica, melancólica y a veces hastiada de sí misma, esta mujer comprende que la precaria relación amorosa que sostenía por sobre la enorme distancia (que no solo espacial) representada por el Atlántico, no tiene razón de existir. Como la pintura de fra Angélico ha perdido su encanto tras la restauración, el amor ha cedido espacio al vacío, a la sensación de agotamiento, hastío. No le demos más vuelta: el desengaño parece inevitable y nos preguntamos si acaso es imposible eso que algunos llaman encontrar su sitio en el mundo y otros, más imbuidos en el espíritu romántico (tal vez rondando la cursilería), ser feliz.
Apostando con valentía al dolor por lo perdido, a ese deseo de volver al pasado para transformar un futuro que parece prestado y falso, Fernández Pintado navega sin desencantarnos, sin aburrirnos, proponiéndonos el hastío, la anhedonia, la cara de la derrota y el miedo, ese que siempre asalta tras una puerta cerrada que al abrirse (cuando el cielo responde a nuestros ruegos) puede conducir al desengaño, pese a que los buenos ángeles y santos adviertan con sus lágrimas los peligros que entrañan las plegarias atendidas.
[1] Este ensayo fue escrito en 2004.
Foto tomada de Ecured
Visitas: 232
Deja un comentario