William Butler Yeats (Dublín, 13 de junio de 1865-Roquebrune-Cap-Martin, Francia, 28 de enero de 1939), poeta y dramaturgo irlandés. Envuelto en un halo de misticismo, Yeats ha sido una de las figuras más representativas del renacimiento literario irlandés y fue uno de los fundadores del Abbey Theatre. También ejerció como senador. Fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura en 1923.
Hoy publicamos algunos poemas de su libro La torre (1928), considerado por muchos como la obra maestra del autor dentro de la poesía lírica.
Rumbo a Bizancio
I No es un país para ancianos. Los jóvenes se abrazan, hay pájaros en los árboles —generaciones que mueren— cantando, cascadas de salmones y mares de caballas, peces, aves y carne que en verano celebran cuanto ha sido engendrado, nace y muere. Cautivos de esa música sensual todos olvidan monumentos de perenne intelecto. II Un hombre viejo es algo miserable, un andrajoso abrigo sobre un palo, a menos que el alma haga palmas, y cante, y cante para todos los andrajos en su traje mortal; y no hay escuelas de canto, mas se estudian monumentos de su propia grandeza; y por eso he surcado los mares y he venido a la ciudad sagrada de Bizancio. III Oh, sabios, los que estáis en el fuego santo de Dios como en el mosaico de oro de un muro, venid del fuego santo, bajad en espiral, sed los maestros cantores de mi alma. Consumid mi corazón; enfermo de deseo, y atado a un animal que muere, desconoce lo que es; y haced que me una al artificio de la eternidad. IV Ya abandonada la naturaleza, nunca tomaré mi forma corpórea de nada natural, mas de esa forma que hacen orfebres griegos trabajando el oro para que no se duerma su soñoliento Emperador; o subiré a una rama dorada a pregonar para todos los nobles de Bizancio el pasado, el presente y el porvenir.
La torre
I ¿Qué debo hacer con este absurdo, oh corazón atribulado, esta caricatura: la edad provecta que me han atado como al rabo de un perro? Nunca tuve imaginación más vehemente, apasionada, fantástica, ni oído ni vista que más esperaran lo imposible; no, no en la niñez cuando con caña y mosca, o la humilde lombriz, subía por detrás del Ben Bulben y tenía ante mí un interminable día de verano. Parece que he de decir a la Musa que se marche, escoger por amigos a Platón y Plotino, hasta que imaginación, vista y oído se contenten con discutir y ocuparse de lo abstracto; o que se rían de ellas por una abollada cacerola a los talones. II Recorro las almenas y contemplo los cimientos de una casa, o donde un árbol, como un dedo tiznado, se yergue de la tierra; y envío la imaginación bajo los rayos del sol que declina, y evoco imágenes y recuerdos de ruinas o árboles antiguos, pues quisiera preguntar a todos ellos. Tras esa cumbre vivía Mrs. French, y un día en que toda palmatoria o candelabro de plata iluminaba la oscura caoba y el vino, un sirviente, que sabía adivinar cualquier deseo de la respetada dama, corrió y con las tijeras del jardín a un insolente granjero le cortó las orejas y se las trajo cubiertas en un plato. Algunos recordaban cuando yo era joven a la campesina a la que alababa una canción, que había vivido en algún sitio del pedregal aquél, y ensalzaban el color de su cara, y eran muy dichosos ensalzándola, recordando que, si iba allí, los granjeros se apelotonaban en la feria, tanta gloria otorgaba la canción. Otros, enloquecidos por los versos, o por los muchos brindis que le dedicaban, se alzaban de la mesa y declaraban tener que probar la fantasía con la vista; mas tomaron el brillo de la luna por la prosaica luz del día —el canto les había enajenado— y uno se ahogó en el tremedal de Cloone. Lo raro es que quien compuso la canción era ciego; mas, teniéndolo todo en cuenta, no veo nada raro; la tragedia empezó con Homero, que era ciego, y Helena ha traicionado a cuanto corazón haya vivido. Oh, que la luz del sol y de la luna semejen un solo rayo inextricable, pues si yo triunfo he de enloquecer a los hombres. Y yo mismo creé a Hanrahan y lo llevé sobrio o borracho por el alba desde algún sitio entre las cabañas vecinas. Atrapado por los malabarismos de un viejo, tropezó, tropezó, fue andando a tientas, y sólo recibió en pago las rodillas rotas y un terrible esplendor de su deseo; hace veinte años que concebí todo esto: en un viejo granero, buenas gentes barajaban las cartas, y cuando llegó el turno a aquel viejo rufián, tanto hechizó en sus dedos los naipes que todos menos uno se volvieron un montón de perros, no de cartas, y al restante lo transformó en liebre. Hanrahan se levantó frenético y a las criaturas que ladraban siguió a… Oh, he olvidado adonde, ¡basta! He de recordar a un hombre que ni amor ni música ni oreja cortada de enemigo podían —tan atribulado estaba— alegrar; una figura que se ha vuelto tan fabulosa que no queda vecino que decir pueda cuando haya acabado sus días miserables: un antiguo dueño de esta casa, que se arruinó. Antes de esa ruina, durante siglos, rudos hombres de armas, con jarreteras hasta las rodillas o calzados de hierro, subieron la estrecha escalera, y hubo ciertos guerreros cuyas imágenes, que la Gran Memoria conserva, vienen con fuertes gritos, sin resuello, a romper el descanso del durmiente mientras sus grandes dados caen sobre la mesa. Pues quiero a todos preguntar, vengan todos; ven tú, viejo hidalgo menesteroso; y trae al errabundo ciego celebrador de la belleza; el pelirrojo a quien envió el juglar por prados olvidados de Dios; Mrs. French, que tenía tan fino oído; quien se ahogó en el lodo de una ciénaga cuando las burlonas Musas eligieron a la aldeana. ¿Acaso todo viejo y vieja, rico y pobre, que estas rocas hollara o atravesó esta puerta, en público o en secreto se enfureció, como yo ahora, contra la vejez? Mas he visto una respuesta en esos ojos que están impacientes por marchar; id, pues; pero dejad a Hanrahan, que necesito todos sus tremendos recuerdos. Tú, viejo verde y enamoradizo, saca de esa honda mente reflexiva todo lo que has descubierto en la tumba, pues seguro que has contado toda imprevista e invidente caída, atraída por ojos que enternecen, o por un roce o un suspiro, en el laberinto de otro ser; ¿se demora más la imaginación en la mujer ganada o la perdida? Si en ésta, admite que te apartaste de un gran laberinto por orgullo, cobardía, o alguna necia idea harto sutil o algo que en tiempos se llamó conciencia; y que si vuelve a presentarse el recuerdo, el sol se eclipsa y se emborrona el día. III Es hora de que haga testamento; elijo hombres íntegros que suben el arroyo hasta el salto de la fuente, y al alba hacen su lanzamiento junto a la piedra goteante; declaro que ellos heredarán mi orgullo, el orgullo de quienes no estuvieron ligados a Causa o Estado, ni a esclavos escupidos ni a los tiranos que escupían, la gente de Burke y Grattan que dio, aun libre de negarse, orgullo, como aquél de la mañana cuando la luz se precipitaba libre, o el del cuerno fabuloso, o el de la lluvia repentina cuando están secos los arroyos, o el de esa hora en que el cisne ha de fijar la vista en un reflejo que se apaga, y flotar sobre un largo, último trecho de un arroyo fulgurante y allí cantar su postrer canto. Y declaro mi fe; me río de las ideas de Plotino y le grito a Platón en su cara, la muerte y la vida no existían hasta inventarlas el hombre, hasta que hizo absolutamente todo a partir de su alma acerba, sí, el sol, la luna y las estrellas, todo, y además de todo eso que cuando morimos resucitamos, soñamos y así creamos el Paraíso Traslunar. He dispuesto mi paz con doctas cosas italianas y las orgullosas piedras de Grecia, las imaginaciones de un poeta y los recuerdos del amor, de lo dicho por las mujeres, todas esas cosas con las cuales el hombre crea un sobrehumano sueño que semeja un espejo. Como en esa aspillera, parlotean y chillan las cornejas y dejan caer capas de ramitas. Cuando las hayan amontonado, la pájara se posará sobre la cima hueca y así calentará el salvaje nido. Hecho de ese metal hasta que lo rompió este oficio sedentario, dejo tanto la fe como el orgullo a los jóvenes íntegros que suben la ladera, para que bajo el alba que irrumpe dejen caer una mosca. Ahora debo curarme el alma, y obligarla a estudiar en una escuela ilustrada hasta que el naufragio del cuerpo, la lenta decadencia de la sangre, el delirio del mal genio o la gris decrepitud, o un mal aun peor (la muerte de los amigos, o la muerte de cuantos brillantes ojos nos dejaban sin aliento), no parezcan más que las nubes del cielo cuando se desvanece el horizonte, o el grito somnoliento de un pájaro en la umbría que se ahonda.
La rueda
En invierno queremos primavera, y en primavera ansiamos el estío, y cuando el seto espeso se hace canto decimos que el invierno es lo mejor. Y nada luego nos parece bueno pues que no llega la dulce primavera, e ignoramos que lo que al alma agita es solo su deseo de la tumba.
Los tres monumentos
Celebran sus mítines donde están nuestros patriotas renombrados, el uno entre los pájaros del aire, y uno más gordo a cada lado; los estadistas populares dicen que la pureza construyó el Estado y después evitó su decadencia; nos exhortan a que nos aferremos a eso y aceptemos toda vil ambición, pues el intelecto nos haría orgullosos y el orgullo acarrea la impureza: los tres granujas lanzan carcajadas.
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