Quizás y, sin temor a equivocarme, uno de los libros más sobresalientes y emotivos referidos a la personalidad de nuestro Héroe Nacional José Martí, su humanidad propiamente, sus hábitos, desalientos y preocupaciones provocados por incomprensiones ajenas, enfermedades y hasta «por el exceso de penas», es Yo conocí a Martí, un genuino obsequio histórico-literario de la prestigiosa historiadora doctora Carmen Suárez León.
La también profesora e investigadora del Centro de Estudios Martianos (CEM), logra realizar la compilación de varios testimonios de personas quienes tuvieron la dicha de conocerle y hasta de relacionarse con él durante las diversas etapas de su vida y de su obra.
Resulta indudable que cada uno de los testimonios seleccionados son abiertamente conmovedores y repletos de enseñanzas que, como bien afirma la autora «son textos tomados de diferentes publicaciones periódicas –Revista Bimestre Cubano y el Diario de la Marina, entre otros–, y, en su mayor parte, de la maciza compilación que hizo la Revista Cubana, entre 1951 y 1952».
Al respecto y, aunque nada suple la total lectura y disfrute de la mencionada obra, hemos seleccionado algunos fragmentos de esos treinta y cuatro testimonios con seguridad de interés para el lector, en especial, para los más jóvenes. Estos son, los relatados por: Alfonso Mercado, uno de los hijos de su entrañable y leal amigo mexicano Manuel Mercado; el profesor Justo Sierra, también mexicano y el connotado poeta y escritor nicaragüense Rubén Darío (1867-1916), una de las máximas figuras del Modernismo hispanoamericano.
Alfonso Mercado:
Siendo yo un muchacho todavía, me encontraba un día de los fines del año 1894 en compañía de mi hermano menor, en el patio de la vieja casa y modesta casa que mi padre habitó con su familia durante largos años en la calle San Ildefonso número siete, de la Ciudad de México. De pronto entró un hombre de estatura mediana, delgado, de bigotes y cejas muy espesos, joven todavía aunque para nosotros ya tenía aspecto de persona mayor. Vestía de negro: llevaba levita cruzada, su corbata era una insignificante tirita negra muy angosta de las que se vendían en México a 25 centavos, y con la cual sus manos, poco hábiles para esas cosas, habían hecho un desbarajustado nudo. Sus zapatos estaban teñidos de negro, y como la pintura no parecía muy perfecta, dejaba ver el primitivo color bayo del calzado.
—¿Esta es la casa de don Manuel A. Mercado? ¿Está él?Entonces, contesté yo que mi padre a esa hora se encontraba en la Secretaría de Gobernación, de la cual era el Subsecretario.
—Claro, lo comprendo—dijo él. ¿ Y tu mamá?
Entonces, en ese momento mi madre entraba a la sala, y aquel hombre en un impulso de infinita devoción, se dirigió hacia ella, y de rodillas le cogió la mano besándosela y diciendo: —!Lola!, ¿no me conoce?.
Mi madre de pronto no lo reconocía, pero después, le vino a la mente el recuerdo del antiguo amigo a quien había dejado de ver durante veinte años, y exclamó: —¡Martí! —en un movimiento de lo más grande que nunca vi en ella.
Los hechos se repitieron cuando dos horas más tarde, a la hora de comer, llegó mi padre. Solo que el encuentro entre ellos, fue de impresión mucho más intensa, porque después de veinte años volvían a juntarse los dos grandes amigos que llevaban en el corazón y en el alma vínculos profundísimos y grandísimos antecedentes. Fue, sin embargo, más breve, pues mi padre, aunque no sospechara que Martí estuviera en México, pues este no quiso avisarle por circunstancias especiales, lo reconoció pronto, y quedaron los dos largo tiempo mudos y abrazados.
(…) Puede decirse que Martí vino a México en esa ocasión con estos dos objetos únicamente: el de pulsar al gobierno mexicano en relación con el movimiento revolucionario de la independencia de Cuba que estaba ya preparado, y el de visitar a mis padres.
(…) Una de mis hermanas, muy consentida de él, se hallaba entonces sufriendo una delicada enfermedad, y él pasaba al lado de su cama largas horas consolándola y divagándola con su conversación llena de interés y de dolor. En una ocasión en que tuvo que estar ausente durante varias horas, envió a mi hermana enferma un ramo de rosas con una tarjeta que decía así:
En una casa de amores/ Está enfermo un alelí;/ Luisa, te mando esas flores/ Para que rueguen por ti.
Asimismo, mi hermano mayor, Manuel, su predilecto, nos contaba verdaderamente impresionado cómo fue la entrevista que Martí tuvo con el profesor don Justo Sierra, antiguo amigo suyo, y en la que lo acompañó mi hermano.
Don Justo le decía: —Pepe, quédese usted en México donde tiene tantos amigos, donde le queremos y le admiramos tanto, donde cuenta con nosotros para hacer versos.
Martí, entonces, se hizo un volcán de elocuencia y habló de tal modo, con tanta elevación en sus razones y con tanto amor a la libertad de su patria, que el maestro Sierra, sin tener ya idea que aducir y con una emoción que lo hizo llegar a las lágrimas, solo pudo abrazar a aquel hombre inmenso y decirle: —Vaya usted a hacer la libertad de Cuba.
En mi caso, recuerdo la siguiente anécdota, entre otras muchas:
En un símon antiguo, amplio y viejo coche de sitio, de aquellos que se usaban en México hace treinta años, íbamos Martí, mi hermano mayor y los demás hermanos. A medio camino, rumbo a la estación del ferrocarril, pensé en mi autógrafo solicitado a Martí y se lo reclamé inmediatamente. Entonces él, demostrándome pena por su olvido, sacó de prisa una pequeña tarjeta, y con la incomodidad del apiñamiento en que caminábamos dentro del coche y a pesar de los tumbos de este, escribió estas palabras que he conservado cuidadosamente:
Alfonso, leal: Tú quieres a toda costa, un autógrafo mío. El único autógrafo, hijo, digno de un hombre, es el que deja escrito con sus obras. Tú, José Martí.
El testimonio del poeta y escritor nicaragüense Rubén Darío, es otro de los más representativos del título Yo conocí a Martí. Acerca del Apóstol rememora el encuentro entre ambos en Hardmand Hall, en donde debía el Apóstol pronunciar un discurso ante una asamblea de cubanos. El patriota Gonzalo de Quesada fue quien le propuso a Darío encontrarse con él en esa oportunidad.
Yo admiraba altamente el vigor general de aquel escritor único, a quien había conocido por aquellas formidables y líricas correspondencias que enviaba a diarios hispanoamericanos como La Opinión Nacional, de Caracas, El Partido Liberal, de México y, sobre todo, La Nación, de Buenos Aires. Escribía Martí una prosa profusa, llena de vitalidad y de color, de plasticidad y de música. Se transparentaba el cultivo de los clásicos españoles y el conocimiento de todas las literaturas antiguas y modernas; y, sobre todo, el espíritu de un alto y maravilloso poeta. Fui puntual a la cita, y en los comienzos de la noche entraba en compañía de Gonzalo de Quesada por una de las puertas laterales del edificio en donde debía hablar el gran combatiente. Pasamos por un pasadizo sombrío y, de pronto,en un cuarto lleno de luz, me encontré entre los brazos de un hombre pequeño de cuerpo, rostro de iluminado, voz dulce y dominadora al mismo tiempo y que me decía esta única palabra: ¡Hijo!
Aquel orador sorprendente tenía recursos extraordinarios y, aprovechando mi presencia, simpática para los cubanos (de la emigración), que le conocían, hizo de mí una presentación ornada de las mejores galas de su estilo.
Concluido el discurso, salimos a la calle. No bien habíamos andado algunos pasos, cuando oí que alguien le llamaba: ¡Don José!, ¡Don José! Era un negro obrero que se le acercaba humilde y cariñoso. «Aquí le traigo este recuerdo», le dijo. Y le entregó una lapicera de plata. «Vea usted –me observó Martí—, el cariño de esos pobres negros cigarreros. Ellos se dan cuenta de lo que sufro y lucho por la libertad de nuestra pobre patria». Luego fuimos a tomar el té a casa de una amiga suya, dama inteligente y afectuosa, que le ayudaba en sus trabajos de revolucionario. Allí escuché por largo tiempo su conversación. Era armonioso y familiar en su conversación, dotado de una prodigiosa memoria, y ágil y pronto para la cita, para la reminiscencia, para el dato, para la imagen. Pasé con él momentos inolvidables, luego me despedí. Él tenía que partir esa misma noche para Tampa, con objeto de arreglar no sé qué preciosas disposiciones de organización. No le volví a ver más.
Yo conocí a Martí, un libro de y para todos los tiempos por su infinito alcance humano y revolucionario.
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