El 23 de mayo de 1938, Zenobia va al cine. Quiere ver la película Amapola del camino porque en ella se utiliza, sin permiso, el poema de ese título de Juan Ramón. Piensa demandar a la productora y obtener del pleito algún dinero que apuntale su menguado capital. En efecto, «verifiqué que no solo copiaron el titulo de J.R., sino que la canción tema es suya y el estribillo del coro final es una repetición de la misma». El justificado interés material queda a un lado ante la imagen del sufrimiento que se muestra en el noticiero que acompañaba a la cinta. Son refugiados españoles que cruzan la frontera —niños, mujeres, hombres— y entre ellos un oficial o un sargento que en absoluta desesperación pasa frente a la cámara sin darse cuenta de ello. Comenta Zenobia: «Desesperado por lo que había dejado atrás, pero más por lo que le esperaba». Añade: «Si hubiera podido estar allí para ayudarlo».
No se olvida de sus amigos y personas que les son cercanas. Recauda dinero para comprar ropas, medicinas y alimentos y enviarlos, sobre todo a Luisa Andrés, la sirviente que vela por la casa que dejaron puesta en Madrid, y al fiel amigo Juan Guerrero, a quien quieren sacar del país y a quien, mientras tanto, le hacen llegar alimentos a través de la Cámara de Comercio de España en París, o un medicamento con el profesor inglés J.B. Trend, que pasó por La Habana. A Guerrero, tras el bombardeo de Alicante, remite Zenobia una suma de dinero que los deja en La Habana sin un centavo.
CALLADA ASPIRACIÓN A LA MATERNIDAD
A lo largo del Diario, Zenobia hace patente su vocación de servicio. Pero su verdadera preocupación son los niños. Quiere irse a Francia a cuidar niños refugiados. Hacerse enfermera práctica para ayudar a niños en Madrid. Busca la manera de ayudar a Luis Montagut, de la Consejería Municipal de Castellar de Vallés, que quedó al cuidado de los niños abandonados a quienes ella y Juan Ramón dieron amparo hasta que tuvieron que salir del país. Envía libros para niños españoles en Francia y hace encargos para ellos en un breve viaje a Estados Unidos para ver a su familia. Averigua con representantes del gobierno de su país cuál es la mejor forma de utilizar a favor de los niños los fondos de estudiantes. Cuando se entera de que el vapor Mexique, cargado de niños españoles, tocará el puerto de La Habana en tránsito hacia México, hace todas las diligencias y preparativos para comprarles juguetes, subir a bordo con Juan Ramón y pasar un rato con ellos.
El poeta escribirá sobre esa visita en la revista ¡Ayuda!, de La Habana. Recuerda en su crónica a Francisco González Aramburo, «el niño español del Mexique». Juan Ramón le pregunta si él es el poeta, y el niño, «recto y delicado, con su mirada en mí, justa como de acero sensitivo, me contestó bajo, casi rozándome su voz: Sí».
Prosigue el diálogo. Pregunta el autor de Arias tristes y Jardines lejanos si ha escrito algo por el mar, y el niño repitió contento su corto sí, «y nos dijo conmovido, los ojos hacia dentro, “La tormenta del trópico”, con versos que no se olvidan: “Pero ya vuelve aquel azul bruñido”.
Llega la hora de la despedida. Juan Ramón y Zenobia deben volver a tierra, y el niño, mientras el poeta lo abrazaba, le preguntó si se acordaría de él. Y le entregó un librito colorado, una edición de Platero y yo, hecha en España, en el anterior mes de julio y que el autor no había visto concluida. Tenía, en su guarda, esta dedicatoria: «Juan Ramón. En nombre de los niños españoles que van a México te saludamos, y te dedicamos tu libro que tanto nos ha distraído y enseñado. Francisco González Aramburo».
A las dos de la tarde pasó el barco frente al Vedado, seguido de un loco, anhelante, melancólico saludo de bocinas. Centenares de coches corrían paralelos a él, por el Malecón. Los niños iban apretados en la popa como un solo ser, carne y alma, vida nueva de España. Y entre ellos, muy evidente para mí en lo lejano invisible, Francisco González Aramburo, ejemplo del niño español, «de quien siempre me acordaré».
Belleza moral, siempre grande en el niño o en el hombre, ¡cómo te huye, te cambia, te pierde el acomodaticio y el egoísta!
«Escuchando la voz de Zenobia la exiliada de la Guerra Civil, captamos un aspecto de su vida interna que no aparece en los datos de su biografía externa: su callada aspiración a la maternidad», escribe Graciela Palau de Nemes. Hay algo más. Aunque no lo dice explícitamente en ningún momento, ni lo mencione la editora, se advierte en el Diario el peso de veinte años de matrimonio. Tal vez por la carencia de dinero o por la estrechez del espacio en que viven, hay cosas del marido que la agobian e incomodan. Hay momentos en el Diario en que parece dispuesta a abandonarlo. No tolera los periódicos que Juan Ramón va apilando en el baño, ni que prefiera conversar con los niños y no con los adultos. Que no haga nada por agradar a los demás, sino a sí mismo. Que se niegue a todo lo que no tenga que ver con él, salvo darle comida a los pájaros. Que rehúse hablar de dinero con sus editores. Pero nada. «Él es queridísimo aunque me vuelva loca», escribe ella.
Son dos caracteres completamente diferentes y la convivencia no siempre es fácil, afirma Emilia Cortés, biógrafa de Zenobia. Ella era sociable y mundana; él, retraído, misántropo, azotado por bruscos cambios de humor y depresiones. Ella procuró crearle un ambiente doméstico calmado para que pudiera crear su obra. Para Juan Ramón fue un regalo del cielo que su mujer corriese con todos los asuntos económicos y domésticos. Con una esposa al uso, tradicional, no hubiese Juan Ramón escrito todo lo que escribió. Lo reconocería el poeta: «La verdad es que eres digna de mejor suerte. Yo no sirvo para la vida; es indudable».
JUAN RAMON AGRIO Y QUEJOSO
El autor de Platero conoció a Zenobia antes de que se encontraran frente a frente. Vivía el poeta en la calle Gravina, de Madrid, y su apartamento colindaba, pared con pared, el de un matrimonio norteamericano de apellido Byne, que gustaba de las fiestas y las reuniones de amigos, eventos que molestaban enormemente a Juan Ramón, que no ocultaba su disgusto. Lo que no sabían los Byne era que aquel vecino agrio y quejoso, siempre que había fiesta, pegaba oído al muro para imaginar lo que pasaba del otro lado. Un noche escuchó una risa que lo subyugó. Tiempo después, tras una conferencia que, en la Residencia de Estudiantes, impartió Manuel Bartolomé Cossío como parte de los cursos organizados por la Junta para la Ampliación de Estudios e Investigaciones de Madrid, pudo identificar a la propietaria de aquella risa. Era Zenobia, por supuesto. Conversaron y ella no sintió atracción alguna por el personaje. Lo vio «parado y soso». Tagore fue el pretexto del que Juan Ramón se valió para visitarla a menudo y ayudarla en sus traducciones. Ella había rechazado ya varios pretendientes y se sentía perfectamente bien de soltera.
«¿Por qué está usted siempre con esa cara de alma en pena?», inquiere un día y lo anima a que se vista de torero y vaya a la calle Sierpes a echar piropos a las inglesas feas que desfilan por allí.
Juan Ramón no es, ciertamente, ningún «santo». Con 16 años de edad, cuando debutó como poeta enfermo y lo internaron en un afamado sanatorio de Burdeos, sedujo a varias de las enfermeras, y lo mismo hizo con una monja a su regreso a España. Más adelante, ya en los años 30, la escultora Marga Gil Roësser, que ejecutó un busto de Zenobia, se enamoró del poeta y acabó suicidándose.
La madre de Zenobia no tolera a Juan Ramón. Ha hecho sus averiguaciones y «a todas las mujeres dice lo mismo». Lo conceptúa como un desequilibrado mental, sin un oficio respetable, que ha gastado 16 años de su vida en escribir 33 poemarios que no describen más que sensaciones. Pregunta: «Un hombre sin aspiraciones ni ideas, ¿le parece a usted bien calculado para ser esposo y padre?»
Lo tilda de perturbado, neurasténico, vanidoso, egoísta, falso, desordenado, débil, sin religión ni reglas de conducta.
Con tal de alejarlo, y con el pretexto del nacimiento de una nietecita, embarca con su hija con destino a Nueva York, en diciembre de 1915. De nada vale. Allí aparece Juan Ramón el 12 de febrero. Se casaran el 2 de marzo de 1916, en la iglesia católica de Saint Stephen, en Nueva York. Fue la única vez que entraron juntos a una iglesia. A partir de ahí los domingos él la acompañaba a misa y la esperaba fuera.
«Yo lo voy a curar a usted de raíz, pero de raíz», había dicho ella.
Él se defiende: «No es que yo sea siempre fúnebre».
Ella es una emprendedora nata. Una mujer llena de energía, moderna, independiente, cosmopolita, muy comprometida socialmente, feminista, escritora y traductora y empresaria de éxito. Toda mi vida, mi propósito ha sido que Juan Ramón. no tenga ninguna preocupación económica, dice y así es desde que contrajeron matrimonio. Siempre ha sido ella la que ha llevado todos los asuntos de la casa, incluso el de los derechos de autor, empeñada siempre a sacar hasta el último centavo a los editores. Se queja el poeta de lo que lo molesta el taconeo de la vecina de lo altos; alega que no puede resistir la conversación y la risa de su esposa con sus amigas y Zenobia corre a insonorizarle la habitación donde trabaja. Le enojan las visitas y Zenobia hace instalar un intercomunicador entre el estudio y la puerta de calle del edificio, lo que hace que ocurran cosas como estas: Fulano de Tal desea ver al poeta, dice un visitante. Y el poeta responde desde arriba: De parte de Juan Ramón, que no está en casa. Abre ella una tienda de artesanías para el turismo; vende gabanes ingleses. Busca pisos vacíos por Madrid y los acondiciona y decora para rentarlos a diplomáticos extranjeros y a norteamericanos amigos que se lo solicitan, aunque a veces sea ella misma la que deba baldear las escaleras. Es un negocio extenuante, pero que proporciona buenas entradas. El poeta sin embargo no lo toma en cuenta. Cuando alguien pregunta por ella, responde: Anda por ahí, entretenida con sus pisitos.
Pero el poeta sabe ser también, a su manera, cariñoso y amable. El lunes 29 de noviembre de 1937, escribe Zenobia:
Por la tarde me quedé […] leyendo y escribiendo. J. R. tenía visita y me trajo un pequeño ramito de rosas para que me hicieran compañía mientras él estaba fuera. Siempre hace estas cosas tan calladamente que una tiene que mirar alrededor para descubrir que las ha hecho. Muy pocas veces es efusivo, pero constantemente tiene estas manifestaciones silenciosas de la emoción de su espíritu.
Cuando los pisitos empiezan a fallar, busca otros horizontes. Así, ambienta el hotel parador nacional Sierra de Gredos, el primero de su tipo que existió en España, y también otro hotel parador en Alicante. Y es que Zenobia es incansable y lo ha demostrado desde la adolescencia cuando comienza a escribir en inglés para una revista norteamericana dedicada a niños y jóvenes. Con 13 años de edad evidencia su espíritu inquieto y demuestra facultades poco comunes de organizadora. Vive a horcajadas entre España y Estados Unidos. Estudia lengua inglesa y composición en la universidad neoyorquina de Columbia, mientras se acerca al feminismo norteamericano. Ya en España, y casada con Juan Ramón, funda, junto a María Goyri de Menéndez Pidal y María de Maeztu, el comité para la concesión de becas a mujeres españolas en el extranjero. Antes, con otras notables, auspicia en Madrid la asociación La enfermera a domicilio para cuidar a enfermos de familias obreras, procurarles alimentos y medicinas y viabilizarle la asistencia en dispensarios y en consultorios de médicos famosos que no cobraban nada por atenderlos. Trabaja por la igualdad salarial del hombre y la mujer. Ocupará la secretaría del Lyceum Club Femenino Español, una de las primeras asociaciones de mujeres surgidas en España, que acometió una importante labor social, y participará en la organización de festivales y exposiciones de arte popular. El cáncer no logra vencerla. Cuando en 1931 se le detecta un tumor maligno en un ovario, decide no operarse, y someterse a un intenso tratamiento de radiaciones.
ES ELLA QUIEN MERECE EL NOBEL
«La gente no conoce su alegría, cómo encaró la vida, no es para nada esa sufridora que algunos piensan», afirma Emilia Cortés, su biógrafa. Su gran calvario, añade Cortés, fue la salud el poeta, hospitalizado varias veces al sumar a sus depresiones la enfermedad de Crohn, que los hunde en serios problemas económicos. Se trata de un mal de origen desconocido que se manifiesta con la inflamación crónica de cualquier parte del tracto digestivo desde la boca hasta el ano. En los años finales en Puerto Rico, ella se desespera porque Juan Ramón descuida totalmente su aseo. «Está sucio y no consigo cambiarle el traje; tampoco arreglarle la barba ni cortarle las uñas». Escribe además: «Está tan nervioso que se arrancó los botones y se destrozó el bolsillo derecho de la chaqueta». Estaba ya el autor de Piedra y cielo en un estado lamentable, cuando Zenobia se empeñó en que se le propusiera para el Premio Nobel de Literatura. Fue ella quien se informó de los formulismo y los procedimientos necesarios para presentar la propuesta. Rellenó todas las planillas y adjuntó toda la documentación solicitada, currículo, traducciones, entrevistas, críticas y encontró la universidad que lo presentara como candidato oficial. Ya agonizaba cuando, de manera extraoficial, se conoció el resultado y ella, ya a las puertas de la muerte, lo celebró cantando villancicos españoles. Antes, con una rosa blanca en la mano, indicó la atención que debía dispensarse a Juan Ramón cuando ella ya no estuviera. «Es ella quien merece el Nobel», afirmó el poeta que, desolado y sin fuerzas, no viajará a Estocolmo a recoger el galardón. No tardaría en hundirse en la depresión. Falleció año y medio después
«ZENOBIA NO SACRIFICÓ NADA»
Cuando se habla de Zenobia Camprubí se alude solo por lo general a la esposa de Juan Ramón Jiménez, la mujer que vivió a la sombra del poeta. No fue así. Datos aportados por su biógrafa y testimonios de los que la conocieron desbaratan el mito de la mujer sacrificada. Precisa Emilia Cortés: «No sacrificó nada, ni su propia obra. Ella sabía que la valía literaria real estaba en el poeta, […] y decidió libremente que le iba a ayudar. Trabajaba todos los días con él pasándole lo escrito a máquina, llevando el archivo y las publicaciones. Jamás hubiera permitido que un hombre la dominara».
Ella sabía muy bien como «torear» a Juan Ramón. ¿No me quieres lo suficiente como para que nos matemos juntos?, inquirió en una ocasión el poeta. «Mira, Juan Ramón, hablamos acerca de eso el jueves que viene», respondió ella.
El 28 de enero de 1939 salen los Jiménez de La Habana. Está el matrimonio en Florida y el poeta acababa de dictar una llamamiento encaminado a recoger fondos para los intelectuales españoles internados en campos de concentración franceses, documento que sería publicado en el periódico La Prensa, diario en español fundado y dirigido en Nueva York por José, hermano de Zenobia. Ya han recibido en su nueva dirección los primeros ejemplares de ese diario.
Es el 27 de febrero de 1939 y, dice Graciela Palau de Nemes, cierra con broche de oro su diario de la Guerra Civil, y juntó en la entrada correspondiente a ese día «todas sus voces, la de la mujer, la de la esposa, la de la ciudadana y la de un ser humano que sabe que nada hay de más valor que la propia vida». Escribe Zenobia:
[J.R.] acababa de dictar su llamamiento para empezar a recoger dinero para los intelectuales españoles que sufren en los campos de concentración de Francia cuando al abrir el periódico se le hundió la cabeza de pena al leer sobre la muerte de Antonio Machado. Trató de que lo invitaran a la Universidad de La Habana, pero los más jóvenes, Gaos en particular, que fue el primero en beneficiarse, no querían tener nada que ver con los mayores (solamente los de su generación) y prevaleció sobre J.R. Ahora era más grande su dolor por no haber podido ayudarle. Quizás se hubiera salvado. Pero como dice J. R.: «Ha sido una muerte noble, acorde a su vida —sobre todo física— esforzada y lastimosa». Me parece que a ratos había algo de envidia en los pensamientos de J. R. en cuanto a su muerte. Lo más probable es que J. R. estuviera muerto o completamente loco de haber seguido su suerte, pero el día en que juntó su destino al mío, cambió ese fin. Después de todo, yo soy en parte, dueña de mi propia vida y J. R. no puede vivir la suya aparte de la mía. Y yo no acabo de ver ningún ideal que valga en arrojar una vida, pese a todo lo que se proclama. En esta empresa nuestra, yo siempre he sido Sancho.
FINAL
Juan Ramón Jiménez, al igual que D. Ramón Menéndez Pidal, hubiera querido quedarse en Cuba. En carta de 27 de diciembre de 1968 decía José María Chacón y Calvo a quien esto escribe:
Una de las experiencias más tristes de mis días de Director de Cultura, fue el hecho de que J. R. J. que en una visita con que me honró en mi Departamento había aceptado, en principio, la cátedra de Poesía en el Instituto de Altos Estudios, se encontró, nos encontramos, con que ese organismo no tenía realidad económica alguna. Estaba en la Gaceta, pero no podía hacerse efectivo ya que no se había hecho la situación de fondos que me había prometido un Ministro, que se vio obligado a renunciar. Al sucesor no le interesaba ese organismo, y perdió Cuba al gran poeta, como meses antes había perdido a Menéndez Pidal, que había aceptado la dirección del Instituto. El gran filólogo-artista había aceptado la dirección del proyectado instituto con una retribución de 300 pesos mensuales; rescindía su contrato con la Universidad de Columbia por 1000 dólares.
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