
Según confesara Cintio Vitier en una entrevista ofrecida a La Gaceta de Cuba, la irrupción de los escritores de Orígenes a la palestra pública coincidió con la publicación por vez primera del Diario de Cabo Haitiano a Dos Ríos de José Martí en 1940, y, por tanto, esta fue la primera obra que de él leyeron, y de la cual salieron iluminados e imantados, condición que le imprimieron a su propio estilo literario.
Cleva Solís (La Habana, 1918 – 1997), considerada por Fina García Marruz «la otra poetisa de Orígenes», es poseedora de una obra lírica de valores poco estudiados y estancias luminosas en las que la dicotomía sombra–luz, recurso tan magistralmente empleado por Martí, vuelve a ser cultivado.
De la fascinación hacia nuestro escritor mayor da prueba el poema «Entre la viola y el oboe», escrito en julio de 1969, que le rinde tributo y recrea al Martí de los Diarios, que viene a su celebración, a la exultación de su espíritu, y la consecución práctica de su prédica. Por eso las imágenes son conformadas a partir del bosque y de la noche, elementos a través de los que Martí logra las más altas imágenes en su obra final.
Sirva la publicación de este texto como homenaje a una poeta inmersa, ya para siempre, en «la noche sabia de árboles de oro».
Entre la viola y el oboe
Como el bosque brumoso
despide ese tupido velo
de velado seno,
que abre sus platas y oro
y los pone a los pies
con absoluto regocijo
de su corriente eterna.
El pulso
de la querida voz ya tan distante,
-remando silenciosa-
llega de pronto a nosotros,
y riega bálsamo y aromas
las hojas secas
que se estremecen
por la gravedad
de la fortuna inesperada.
El aire recoge los acentos
que sangran.
Los sándalos más suplicantes,
más perfectos.
Y el oído
trastornado se abandona
al celo de los registros,
al ruego del escucha.
De modo que el martirio
ya terminó,
y su ley es la corriente universal
y es la Patria.
La voz envuelta en paños
abrasados,
hace señales.
La noche teje su telaraña,
el oro lento y vigílico
despide sus humaredas más remotas.
El paso del puente
demanda el pecho ebrio de luz,
los pájaros solferinos
en los árboles oscuros.
El damasco se llena de fuego.
Y es conmovedora
la puerta última, velada:
«dicha grande».
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