
Rubén Darío (Metapa, hoy Ciudad Darío, 18 de enero de 1867 – León, 6 de febrero de 1916), fue un poeta nicaragüense, máximo representante del modernismo literario en lengua española. Es el poeta que ha tenido la mayor y más duradera influencia en la poesía del siglo XX en el ámbito hispánico. Es llamado Príncipe de las letras castellanas. Vivió intensamente los cuarenta y nueve años de su existencia. Viajó por casi toda Hispanoamérica, estuvo varias veces en España, donde entabló una fecunda amistad con los grandes del momento —Machado, Unamuno, J.R. Jiménez— residió en París y conectó, en fecha muy temprana, con las nuevas corrientes literarias francesas.
Su personalidad fue difícil y compleja: apasionado, errabundo y bohemio, vitalista e idealista, entregado con fruición a las mujeres y al alcohol, religioso y pagano, con arrebatos de euforia y con caídas en profundas depresiones. Darío fue un hombre bueno, un loco lindo, amigo de sus amigos, generoso y entrañable.
Azul es su obra más importante. Recopila una serie de poemas y textos en prosa aparecidos en la prensa chilena entre diciembre de 1886 y junio de 1888. La primera edición de Azul… fue realizada en 1888, en la imprenta y litografía Excelsior en Valparaíso, Chile. Con Azul se rompieron los lazos con la madre patria en el campo de la cultura y se volvían los ojos hacia la poesía francesa: simbolismo y parnasianismo.
A UNA ESTRELLA
ROMANZA EN PROSA
Princesa del divino imperio azul, ¡quién besara tus labios luminosos!
Yo soy el enamorado exótico que, soñando mi sueño de amor, estoy de rodillas, con los ojos fijos en tu inefable claridad, estrella mía, que estás tan lejos! ¡Oh!, ¡cómo ardo en celos, cómo tiembla mi alma cuando pienso que tú, cándida hija de la aurora, puedes fijar tus miradas en el hermoso Príncipe Sol que viene del Oriente, gallardo y bello en su carro de oro, celeste flechero triunfador, de coraza adamantina, que trae a la espalda el carcaj brillante lleno de flechas de fuego! Pero no, tú me has sonreído bajo tu palio, y tu sonrisa era dulce como la esperanza. ¡Cuántas veces mi espíritu quiso volar hacia ti y quedó desalentado! ¡Está tan lejano tu alcázar! He cantado en mis sonetos y en mis madrigales tu místico florecimiento, tus cabellos de luz, tu alba vestidura. Te he visto como una pálida Beatriz del firmamento, lírica y amorosa en tu sublime resplandor. Princesa del divino imperio azul, ¡quién besara tus labios luminosos!
*
Recuerdo aquella negra noche, ¡oh genio Desaliento!, en que visitaste mi cuarto de trabajo para darme tortura, para dejarme casi desolado el pobre jardín de mi ilusión, donde me segaste tantos frescos ideales en flor. Tu voz me sonó a hierro y te escuché temblando, porque tu palabra era cortante y fría y caía como un hacha. Me hablaste del camino de la Gloria, 99 donde hay que andar descalzo sobre cambroneras y abrojos; y desnudo, bajo una eterna granizada; y a oscuras, cerca de hondos abismos, llenos de sombra como la muerte. Me hablaste del vergel Amor, donde es casi imposible cortar una rosa sin morir, porque rara es la flor en que no anida un áspid. Y me dijiste de la terrible y muda esfinge de bronce que está a la entrada de la tumba. Y yo estaba espantado, porque la gloria me había atraído, con su hermosa palma en la mano, y el Amor me llenaba con su embriaguez, y la vida era para mí encantadora y alegre como la ven las flores y los pájaros.
Y ya presa de mi desesperanza, esclavo tuyo, oscuro genio Desaliento, huí de mi triste lugar de labor —donde entre una corte de bardos antiguos y de poetas modernos, resplandecía el dios Hugo, en la edición de Hetzel— y busqué el aire libre bajo el cielo de la noche. Entonces fue, adorable y buena princesa, cuando tuviste compasión de aquel pobre poeta, y le miraste con tu mirada inefable y le sonreíste, y de tu sonrisa emergía el divino verso de la esperanza! Estrella mía que estás tan lejos, ¡quién besara tus labios luminosos!
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Quería cantarte un poema sideral que tú pudieras oír, quería ser tu amante ruiseñor, y darte mi apasionado ritornelo, mi etérea y rubia soñadora. Y así, desde la tierra donde caminamos sobre el limo, enviarte mi ofrenda de armonía a tu región en que deslumbra la apoteosis y reina sin cesar el prodigio.
Tu diadema asombra a los astros y tu luz hace cantar a los poetas, perla del océano infinito, flor de lis del oriflama inmenso del gran Dios.
Te he Visto una noche aparecer en el horizonte sobre el mar, y el gigantesco viejo, ebrio de sal, te saludó con salvas de sus olas sonantes y roncas. Tú caminabas con un manto tenue y dorado: tus reflejos alegraban las vastas aguas palpitantes.
Otra vez era una selva oscura donde poblaban el aire los grillos monótonos, con las notas chillonas de sus nocturnos y rudos violines. A través de un ramaje, te contemplé en tu deleitable serenidad, y vi sobre los árboles negros, trémulos hilos de luz, como si hubieran caído de la altura, hebras de tu cabellera. Princesa del divino imperio azul, ¡quién besara tus labios luminosos!
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Te canta y vuela a ti la alondra matinal en el alba de la primavera, en que el viento lleva vibraciones de liras eólicas, y el eco de los tímpanos de plata que suenan los silfos. Desde tu región derrama las perlas armónicas y cristalinas de su buche, que caen y se juntan a la universal y grandiosa sinfonía que llena la despierta tierra.
¡Y en esa hora pienso en ti, porque es la hora de supremas citas en el profundo cielo y de ocultos y ardorosos oarystis en los tibios parajes del bosque donde florece el cítiso que alegra la égloga! Estrella mía, que estás tan lejos, ¡quién besara tus labios luminosos!
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Tomado de Azul, Rubén Darío. Pequeño Dios Editores, 2013 pág. 98-100. Versión digital. PDF
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