
«Si los dioses existieran, hablarían en español», aseveró cierta vez ese gigante de las letras francesas llamado Victor Hugo, a quien los compases y riqueza de la lengua de Cervantes parecían conmoverlo de un modo muy especial.
Respecto a la lengua que hablamos, no me atrevo a imaginar una frase que llegue a la mitad del ingenio de la escrita por Hugo. Pero conservo (conservamos) ventaja sobre el autor de Los miserables en el hecho de haber atesorado ese «idioma de dioses» desde la mismísima cuna, desde que nuestros padres y abuelos pronunciaron ante nuestros ojos las primeras palabras de amor y de bienvenida a este mundo.
Cada instante de mi vida suelo recordar la importancia de las palabras con que hablo y escribo. He trabajado con ellas en todas las mañanas y las tardes y las noches. Y lo haré hasta mi instante final. Nada soy sin el fulgor de las palabras. Casi todas, por suerte, le deben a Quevedo, Cervantes, Martí, Quiroga, Vallejo, García Lorca, Neruda, Carpentier, Juan Rulfo, Piñera…, con el mismo entusiasmo que le deben a otros grandes de otras lenguas, y a no pocos hombres y mujeres comunes, capaces de clavar como espada en una roca un sinfín de vocablos y expresiones en el hondo y honrado «diccionario» del habla popular.
Siempre que se avecina el 23 de abril, Día Mundial de la Lengua Española en honor a la fecha de muerte de Cervantes, en 1616, ciertos debates escucho en torno a las agresiones diarias que sufre en Cuba nuestro idioma, sobre todo por parte de aquellos seres empeñados en retornar el sendero involutivo que va del hombre al mono.
En este sentido, comparto con estos inconformes la misma inquietud y desazón… y hasta la misma rabia, como no comparto también ciertos criterios y ciertas fobias hacia determinados vocablos, defenestrados históricamente, más por razones de tipo clasista y racista, que por razones medianamente culturales.
Uno de los más increpados resulta, sin lugar a dudas, el vocablo asere, el cual algunos academicistas de pantano definieron como «bandada de monos apestosos», mientras el lingüista Carlos Paz Pérez, en las páginas del periódico Granma, lo definió como una palabra de «connotación delictiva», no presente «en los diccionarios de lengua africana con el significado que se le ha dado actualmente». Paz, erróneamente, ubicó su origen en la lengua lucumí, dentro de la cual significa loco, pero sucede que este significado no corresponde al vocablo asere, sino aseré.
Sobre este particular, el prestigioso musicólogo nigeriano Samuel Ekpe Akpabot, en su Ibibio Music in Nigerian Culture, publicado en 1975 por la Michigan State University Press, recoge la palabra asere (sin tilde, recuerden) como de origen carabalí y no significa ni «bandada de monos apestosos» ni «loco», sino, aproximadamente, «Yo te saludo».
Es más: Nicolás Guillén, en un cordial poema dedicado a su biógrafo y amigo, el ensayista Ángel Augier, lo llama con este apelativo. Pregunto entonces: ¿alguien duda del talento y la cultura universal de Guillén? ¿Alguien duda de su enorme peso y aporte dentro de la lengua de Cervantes? ¿Alguien pudiera dudar de la prestancia de un caballero como Augier?
Haber sido una palabra de origen negro, africano, seguramente con asidua presencia en los barrios más pobres y olvidados de la vieja República, colgó un sambenito mortal a una palabra tan palabra como cualquier otra, mal que le pese a ciertos puritanos ignorantes.[i]
Los grandes aportes de la cultura africana, incluyendo distintas voces, no pueden ser entendidos de un modo tan pueril. África no puede continuar siendo nuestra madre burra. Ella, como España, también nos legó un fabuloso patrimonio en cuanto a música, bailes, danzas, deidades, platos de cocina…y, por supuesto, palabras. Mirar sus aportes a nuestra lengua con cualquier clase de ojerizas, es poco menos que un crimen.
A tal punto se mueven esta clase de prejuicios lingüísticos, marcados por el racismo más ramplón, que un periodista del patio, Argelio Santiesteban, dotado de un criollísimo sentido del humor, llegó a preguntarse ante cierta y disparatada definición de «iberoamericano» (hombre blanco nacido en América Latina, según un «prestigioso» diccionario español). «Bueno, ¿y entonces qué son los prietos de la playa de Marianao?».
A diferencia del castellano hablado en España, el nuestro tiene (y debe tener para su buena salud) un componente significativo proveniente del África negra. Las palabras que llegaron desde ese continente a la Isla tienen derecho a ser parte de nuestra expresión cotidiana, y de hecho permanecen dentro de esta numerosos términos, entre ellos moropo (cabeza), berocos (testículos), ocambo (viejo), bongó (tambor), ñampe (muerto)…, como miles de palabras árabes están componiendo frescamente el idioma hablado en España e Hispanoamérica: ajonjolí, almacén, albóndiga, alcalde, barrio, latón, cimitarra, laúd, zaguán, guarismo, café…y hasta Madrid, palabra árabe por los cuatro costados, según el crítico irlandés Ian Gibson, el más importante estudioso de la obra del poeta y dramaturgo Federico García Lorca.
A fin de cuentas, una lengua como el castellano se arma sobre millones de voces de todos los orígenes, aunque en la propia España hayan tratado de borrar sin clemencia todo vestigio de sus mestizos antecesores.
¿Cuántas palabras provenientes del latín, el árabe (recuerden que los moros dominaron durante ocho siglos la Península Ibérica), el griego, el francés, el inglés…no llegaron para enriquecerlo? ¿Cuántas voces indias, entre ellas guayaba y aguacate, no hicieron otro tanto para impregnarle, como aseguraba cierto novelista, «tonalidades más deliciosas que todas las escuchadas de Gibraltar al Pirineo»? Miles.
«La lengua es un ente vivo», se afirma con mucha razón y frecuencia. Muta, se enriquece, toma nuevos aires, no cabe en los dictámenes rígidos de las Academias, por muy Reales que sean, ni en las cuadradas listas de los diccionarios, porque supera a los dos con creces…y esto lo aseguran hasta los propios académicos para no pecar de tontos ni de momias conservadas en formol, como una vez les llamó impunemente Gabriel García Márquez.
El idioma castellano, el de Cervantes, el idioma que hablamos a cada instante, escribimos, sentimos, sufrimos y amamos, merece todos los honores y homenajes posibles el 23 de abril y cualquier otro día del año. Es parte esencial de nuestras vidas y, más que de nuestras vidas, de nuestra respiración.
Sin él, nos ahogamos sin remedio y de la forma más trágica. Si nos falta un minuto, morimos. Por eso, cuidarlo de las chapucerías y los dogmas, es también una forma de hacernos respirar del modo más libertario posible.
[i] La información más completa acerca de la palabra asere la encontré en el artículo Asere se escribe con ese (croniquilla desde el fondo del caldero), escrito por el periodista e investigador Tato Quiñones, evidentemente impactado por las declaraciones del lingüista Carlos Paz Pérez. Años más tarde, la escritora Wendy Guerra definiría esta palabra como «la más sonora del español hablado en Cuba» y el escritor y etnólogo Miguel Barnet la propondría para ingresar al Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española.
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