
Palabras de presentación de Rufo Caballero a su libro Nadie es perfecto…
Lágrimas en la lluvia. Dos décadas de un pensamiento sobre cine ha sido uno de mis libros más felices, con un recorrido verdaderamente feliz.[i] No sólo por la literatura que ha suscitado, sino por lo más importante: la gente lo busca, lo discute, lo hace suyo. No hay premio mayor para un crítico. Algún joven llegó a decir que cada texto de Lágrimas… dejaba ver una cosmovisión, una actitud frente el cine. ¿Por qué entonces Nadie es perfecto?
Parte de los criterios suscitados por Lágrimas… se ocuparon de discutir qué dejé fuera, y qué seleccioné, a la hora de reunir aquella colección de mis textos sobre cine durante dos décadas. Siempre he dicho que si llego a convocar, con ánimo suicida y simpático, mis malos textos durante veinte años, el volumen sería un best seller de mucho más arraigo que Lágrimas… Yo, que he trabajado como un animal, que me llaman incluso «grafómano» y otras bellezas, puedo admitir, sin el menor problema, que me he equivocado, a veces con ganas. Con saña, dirían mis detractores; máximos responsables de mi fama. Pero un segundo volumen, en forma de colección, no responde a ese tipo de sagaz observación. Responde al propio prejuicio con mi trabajo, sentido por gente que se acerca a él sin devociones obnubilantes ni la mala leche del dragón depredador: en Lágrimas en la lluvia… prioricé aquellos textos directamente conectados con el pensamiento, la ensayística, la reflexión sobre el sentido, el presente, el futuro del cine. Hay muy poco de crítica como tal, en Lágrimas… ¿Dónde quedó esa crítica puntual? ¿Adónde fue a parar? ¿Existe alguna prevención contra el periodismo sobre cine que también he ejercido? ¿Por qué nunca aparecieron reunidas, en alguno de los volúmenes publicados, mis entrevistas sobre cine, por ejemplo; las que han hecho la polémica y contribuyeran, mínimamente, a mostrar cineastas más humanos, contradictorios, palpitantes?[ii]

Conformo Nadie es perfecto con la voluntad de decir que la crítica puntual, el artículo de opinión, no me gustan menos. Al contrario, los he ejercido con un goce extraordinario todo el tiempo, y llevan razón aquellos críticos de Lágrimas…: no tienen por qué preterirse, desdeñarse, estos otros textos. Tal vez todos padecemos esa subvaloración de un género, y lo hacemos de modo subconsciente, sin mala intención o mirada sobreintencionada de «alta cultura».[iii] Incluso no deja de ser sintomático que, en su hermoso y agudo prólogo, salpicado de ironías por aquí y por allá, Daniel Céspedes, uno de los mejores críticos del presente —capaz de emular a su tocayo español, el incisivo Daniel Monzón, autor, por otro lado, de Celda 211—, considere que «La cubanidad no acabada» es el mejor texto de este libro. Claro, Daniel puede decirlo porque quizás el texto suscitó en él sensaciones, ideas, reacciones muy particulares; pero cabe sospechar: ¿No será también porque es el más extenso, el más sistematizador, el más ensayístico, sin dejar de aludir a un hecho fílmico puntual? «La cubanidad…» es ejemplo de un tipo de texto muy recurrente en mi escritura, la que, a propósito de gestos culturales precisos, suele llamar al análisis eso que otros nombran «una cosmovisión», o una agenda de problemáticas culturales o éticas —jamás morales— que entran y salen del estudio con alguna solvencia. Nadie es perfecto viene a decir que no desconsidero, en absoluto, el formato pequeño, la crítica ortodoxamente entendida. En algunos textos breves, puede conseguirse una gracia y una precisión muy atractivas para el autor y para el lector. Pensando en el último, precisamente, es que existe la movilidad o la dinámica de la mayoría de los artículos que integran este volumen: cuando se escribe en la prensa, hay que echarse rápido al lector en el bolsillo. Si en tres cuartillas usted pretende hacer un tratado de semiótica, no será semiótica lo que hará, sino el ridículo. Por otra parte, como se puede ser zurdo y vivir en Guanabacoa, la dinámica comunicativa del texto no tiene que implicar rechazo alguno al rigor cultural de la interpretación. Estas piezas se alimentan de esa tensión, de ese desasosiego, entre el intento por compartir ideas alrededor del cine, y la falta total de aspiración a la trascendencia. También el libro resulta, lo confieso, de la voluntad de agrupar mis meditaciones sobre el cine durante los últimos tres años, desde los preparativos de Lágrimas… a la fecha; tiempo en que escribí como un demente, mucho más que en años anteriores.
A Daniel (Céspedes) le ha parecido un lugar común el título. Sin que sea este el caso, muchas genialidades se deben a la capacidad de virar al revés un lugar común. En verdad, el título se me ocurrió cuando, al paso de los años, volví a ver una comedia de uno de los cineastas que más amo, y al cual, por su facultad de pulsar la sutileza desde la convención, desde la narrativa tenida por clásica, traté de homenajear, humildemente, con mi video Soy lo que ves. Me refiero, desde luego, a Some Like It Hot (1959), del maestrazo Willy Wilder, conocida en Cuba como Algunos prefieren quemarse; al cabo de la cual se produce una de las frases cumbre de la Historia del cine, cuando Jack Lemmon confiesa a Joe E. Brown, en la lancha, que, por debajo de todo el afeite femenino, es hombre, y aquel le responde, tan divino: «¡Nadie es perfecto!». Qué manera tan graciosa de decir que, en la intimidad, en la protección de la sombra, todo el mundo se relaja y asume, de hecho, que las orientaciones e identidades sexuales son convenciones móviles, sin que entre a mediar —no allí— la sacrosanta moralina. No de balde fue una película rodada al término de una década como los cincuenta: Some Like It Hot era el canto del cisne de una época y la apertura de otra, atravesada por el discurso y el signo de la diferencia.
Ahora, de la frase, me interesa sobre todo la natural aceptación, el acento sobre una evidencia: el error es una de las bases del aprendizaje. De la perfección, que me proteja Dios; que con la imperfección, me las arreglo yo. Quiere esto decir que para la psicología de un crítico, alguien que se proyecta desde la subjetividad todos los días de su vida, resulta determinante entender que si bien no se puede vivir en el error, ni cogerle demasiado gusto, ni justificarlo en cada pifia, hay que aprender del error, y levantarse a partir de él. Quiere eso decir que cuando emito el juicio crítico, soy consciente y hasta disfruto el hecho —más que la probabilidad— de que el criterio absolutamente contrario pueda tener más razón y pertinencia que el mío. Cuando, con el vivir, eso se aprende; cuando eso se interioriza lo suficiente, aparece en el horizonte una extraña paz. La diferencia es alimento y no desmedro. Tampoco es mentira que tal vez yo he llegado al otro extremo, cuando me da lo mismo ser feliz que desgraciado. Cumplir cuarenta años te lleva a comprender que nada es tan gratificante como los pequeños placeres, como las pequeñas ilusiones, y dentro de ellas no figura, precisamente, el ademán arrogante de «convencer» al Otro. De nada; sobre nada. Uno expresa una idea, y la argumenta. Punto. No soy un crítico de la verificación, no me interesa serlo;[iv] soy un crítico de la enunciación, de la idea propuesta, de la posibilidad.
Es curioso que dos ensayistas tan alejados, en el tono, físicamente (uno vive en Madrid; el otro, en La Habana), como Andrés Isaac Santana y Jorge Fernández, hayan llegado a afirmar lo mismo, a sólo días de distancia: Rufo Caballero entabla un diálogo sexual con el texto. Esa idea me ha dejado atónito. Tienen toda la razón: mi relación, mi trabazón con el texto llega a ser sexual. Es un meneo raro; un mendó. Se siente que me va la vida en cada texto, que me involucro emocional y vivencialmente; que gozo el texto, que lo someto y lo agradezco, que nada me gusta en esta vida como el placer del texto. Hacer el amor con otro: con el texto. El texto y yo formamos lo nuestro, e involucramos, para más señas de falta de recato, a un voyeurista de lujo: el lector.
No me falta vehemencia, es cierto; pero no desconfíe de esto que le digo: si usted argumenta todo lo contrario a cuanto yo esgrimo, y lo hace con brillantez, o con lo que yo entienda por tal, es muy probable que nos vayamos a tomar un poco de cerveza Cristal y a bailar reguetón. Lo importante no es dominar: lo importante es ser feliz, vivir tranquilo. Yo propongo unas ideas; usted se encarga de decir, con toda libertad, si he sido certero, si soy un loco, si no está bien. Estudio todo el tiempo, pero ni siquiera el empeño me conduce a la certeza: Nadie es perfecto. Ergo: soy vulnerable, soy falible; soy un hombre que se equivoca y que acierta. Por eso, cada vez respeto más las opiniones divergentes sobre mi trabajo, que se apartan de mi tono. Posiblemente, ellos tengan razones de peso, cómo no. Eso se respeta. Pocos autores han sido tan «mimados» por los libelistas. Cada vez que sale un libro mío, se forma lo agradable y lo desagradable: una obra maestra de la interpretación cultural, el mejor crítico en mucho tiempo; y, del otro lado, el peor ensayista de la historia de la cultura cubana. Cuando consigo un mes de esta vida en que se habla poco de Rufo Caballero, me siento un rey, porque, como a Almodóvar, a mí se me adora o se me odia con fuerzas olímpicas. He aprendido a reírme con los dos extremos, y a respetarlo todo, absolutamente todo. Hace mucho tiempo que no respondo nada: la gente tiene derecho a expresar sus juicios, en el sentido que sea. A veces te critican con una serenidad y una buena fe que te hacen aprender, que te hacen ver lo que tú no viste; a veces te descalifican con una mala leche que te hace reír. Cada cual se expresa desde sus herramientas: a veces la cultura, la clase; a veces, la obscenidad. Del mismo modo que vivir es ir perdiendo cosas, vivir te enseña que incluso la obscenidad merece expresarse, existir. Que uno le haga caso o no, ya es otra cosa. Lo resolvió Silvio, hace muchos años, en una de sus grandes canciones: Yo sé que hay gente que me quiere; yo sé que hay gente que no me quiere. Y todos merecen mi respeto, mi observación.
Eso sin decir que —entre nosotros— probablemente los dos extremos se equivoquen en su frecuencia del límite: Tengo demasiado pocas ambiciones como para ser demasiado bueno. Mi falta de ambiciones mete miedo. Soy un tipo que trata de hacer bien su trabajo, y que en ocasiones lo consigue; en otras, no. Así de simple. Pero, de la otra parte, si fuera tan malo, tan absolutamente malo, no me dedicarían tanto tiempo mis detractores, pasarían de mí; mi teléfono no chillaría el día entero: viviría, en suma, con bastante más tranquilidad. Por eso he sentido que hay que dejarse de tanto barullo, ya el tiempo pondrá las cosas en su lugar, y mientras tanto, lo que hay que hacer es trabajar, sin que importe la naturaleza del coro que te hacen. Trabajar; es ese mi secreto y mi misterio.
Le comenté a Daniel que cuando leía su texto, experimentaba el terror de comenzar a morir. Cuando leo a Hamlet Fernández, a Rolando Mesa, a Rubens Riol, al propio Daniel, siento que ya envejeció Rufo Caballero. Que han surgido nuevos y maravillosos críticos. Siento la aproximación de una muerte dulce, cuando leo la nueva crítica cubana. Ellos han sido entrenados en la escuela de la crítica sintomática abrazada por David Bordwell: no sólo explicar el texto, sino hurgar en él, verlo como índice y síntoma y no como acabamiento, como terreno sobado. Para alguien como yo, que tiene en Cuba, su historia y su suerte, su gran amor, significa una, otra tranquilidad enorme, comprobar el acceso al ruedo de tantos jóvenes inteligentes, cultos para sus años, exigentes del razonamiento con cabeza propia, fuera de la inducción o la compulsión que en oportunidades pretenden otros. Ellos han venido a poner malo el dao, y yo los publico, los estimulo, los impulso cada vez más. Preparo con denuedo mi mismo ataúd. Me da, también esto, placer. Ellos son la continuidad de la Humanística en Cuba, desde una dinámica instrumental, desde un movimiento del tono y el estilo que escapa a la metatranca y el tedio, sin abandonar, un segundo, el rigor. Entre todos, Daniel tiene un particular demonio: ha hecho con Nadie es perfecto algo parecido a cuanto consiguió Mesa con la película AntiCristo, de Lars von Trier: desnudar los resortes más íntimos de mi intento de honestidad interpretativa, así como veía Mesa la sanción del feminismo como una neurosis de Von Trier que indicaba su propio terror respecto a los excesos del patriarcado. ¿Seré yo también un neurótico que habla de una cosa y alimenta otra? ¿Quién sabe? Nadie es perfecto.
A ellos, a los más jóvenes, mi gratitud. La rebeldía noble de sus textos me ha devuelto, cada mañana, las ganas de volver a comerme el ordenador. Me fuerzan a escribir, a seguir vivo, pensando siempre. A Mayra Pastrana, por ser, además de la principal persona en mi vida, mi vieja y querida interlocutora, que me hace temblar cuando le envío cada nuevo texto. A Mercy Ruiz, genial editora y amiga del riesgo, cuando el riesgo es un territorio fundado y no un abismo adolescente. A Omar González, por confiar siempre en mí, aun en los casos en que no le ha convenido, por ser yo tan mala cabeza y tan poco disciplinado. A Ediciones ICAIC y Arte y Literatura. A Lourdes, la directora de Arte y Literatura, sumamente simpática; alguien que pasea como pocos esa virtud que es el don de gente. A Beatriz Maggi, por sus palabras de presentación, tan bien escritas como siempre, desde el linaje de una prosa mayor. A López Sacha, Alberto Garrandés y Gina Picart, por nuestros frecuentes intercambios sobre las relaciones cruzadas, fascinantes, entre el cine y la literatura. A Yoel Lugones, Tito, uno de mis editores de culto, por el rigor de su revisión, lejos de toda pedantería. A Axel, por la creatividad de su diseño, especialmente en los pliegos de fotos. A Ernesto Melián y a Miryorly, por sus colaboraciones con las imágenes. A Jorge Rivas y Aymeé, que me ayudaron a recuperar las entrevistas.
Pasa el tiempo, y aquí estamos, gente. Con nuestras imperfecciones, con la riqueza dramática del cine como estímulo, con la sinceridad escandalosa de mi a pesar de todo querido Almodóvar. Viviendo en el diálogo, en la confrontación que enaltece a todas las partes. En lo que a mí respecta: gracias por leerme, por disentir, por acordar o consensuar. Gracias por esa perversidad con que a menudo me toman por pretexto para seguir pensando el cine de modo diferente, mejor, sesudo y gozador. El cine lo merece.
En La Habana de octubre y 2010
[i] Fue publicado por Ediciones ICAIC y Letras Cubanas en 2008.
[ii] No incluyo aquí «Cuando un inglés juega», diálogo con Peter Greenaway, porque ya fue recogido en el libro Rumores del cómplice. Cinco maneras de ser crítico de cine. La Habana: Letras Cubanas, 2000.
[iii] O sea, no como esos parametradores de la escritura, que, a la menor oportunidad, tachan los textos breves de «gacetilla». Los censores apresurados descuidan que el buen perfume suele venir en frasco chiquito. No toda la largueza es continente.
[iv] Hubiera estudiado Cibernética o Paleontología.
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