
Melancolía de la resistencia: tragicómica y melancólica, esta novela nos presenta un mundo plúmbeo y totalitario, dominado por fuerzas ciegas e impersonales. Un escenario humano desolador en el que la inteligencia es anulada por la fuerza bruta y la violencia, y en el que el caos arrastra irremediablemente a unos personajes que, entre el conformismo y la insignificancia, no aciertan a crear un orden nuevo menos cruel y menos gris.
El estallido de violencia no alcanza siquiera el rango de revolución y la vida transcurre, en esta pequeña y anónima ciudad húngara, sumida en una atmósfera de terror y amarga ironía. Melancolía de la resistencia es una obra maestra de humor negro.
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Creyó que si algún día pudiera ver con claridad al menos un fragmento de este caos, le resultaría más fácil orientarse y, por tanto, defenderse en caso de un «eventual derrumbe» (aunque «Dios me guarde de que sea necesario»). Sin embargo, allí delante del anuncio, bañado por una luz escasa, su angustia no hizo más que crecer, ya que así como hasta ese momento el problema había residido en la ausencia de racionalidad en todo cuanto había experimentado como testigo y como víctima, ahora —como si esta «escasez» («La ballena gigante más grande del mundo y otras sensaciones secretas de la naturaleza») fuera de pronto demasiado—, ahora se veía obligada a reflexionar sobre si, en todo esto, no actuaría una razón sólida, pero al mismo tiempo irracional.
Porque, ¿un circo? ¿Aquí? ¿Cuando nadie sabe si no se va hundir la tierra mañana mismo? ¿Dejar entrar este íncubo tirado por una bestia maloliente? ¿Cuando la ciudad es toda ella una continua amenaza? ¿Quién tiene ganas de divertirse en medio de este caos? ¿Qué broma de mal gusto es esta? ¡Qué idea más inconcebible y cruel! ¿No será que… de eso se trata, precisamente, de que… ya todo da igual? ¿De que alguien… «se divierte en la confusión»? A toda prisa, dio la espalda a la cartelera y cruzó la calle. Al otro lado se levantaban unos edificios de dos plantas y por algunas ventanas se filtraba una luz tenue. Apretando el bolso contra el cuerpo, se inclinó un poco hacia adelante para hacer frente al viento. Al llegar al último portal, miró otra vez atrás, abrió la puerta y la cerró tras entrar. La barandilla estaba helada. La palmera, un toque de color muy cuidado y querido en la casa —de la que antes de la partida de la señora Pflaum ya se sabía que no habría forma de salvarla—, se había helado de forma irremediable en el descansillo.
Un silencio ahogado rodeaba a la señora Pflaum. Había llegado. En su puerta la esperaba un mensaje escrito en una tarjeta y encajado en el resquicio superior del picaporte. Le echó un vistazo, torció el gesto y entró; cerró con llave las dos cerraduras y enseguida puso también la cadena de seguridad. Apoyando la espalda contra la puerta, entornó los ojos: «Dios mío, estoy en casa». El piso era, como suele decirse, el fruto merecido de años de esmerado trabajo. Cuando, hacía cinco años, tuvo que enterrar a su segundo marido, bendita sea su memoria, fallecido de forma trágica y repentina (tras una apoplejía), y luego, poco más tarde, la vida en común con el hijo nacido de su primer matrimonio —que, según ella, había heredado por desgracia las tendencias de su depravado padre— se tornó insoportable «por las eternas huidas, el continuo vagabundeo y, en general, la pesada carga que suponía la nula perspectiva de una mejora», de modo que el joven se trasladó finalmente a una habitación realquilada, ella no solo se conformó con lo inalterable, sino que incluso sintió algo así como alivio, pues si bien las pérdidas la deprimían (se había quedado sola tras perder a dos maridos y a un hijo, aunque este no contara), sí veía con claridad una cosa: no había más obstáculos para que ella, la «estúpida criada de otros» hasta entonces, por fin pudiera vivir para sí misma.
Cambió la casa unifamiliar, ya demasiado amplia para ella —la diferencia de precio era considerable y fue pagada al contado—, por este «simpático» pisito situado en el centro de la ciudad («¡con portero automático!») y, mientras los amigos rodeaban a la señora Pflaum con el respeto que merece la doble viudedad y con la discreción debida al hijo, cuya «vida de vagabundo» era de todos conocida, ella se entregó, feliz y emocionada, por primera vez (ya que hasta entonces, además de su vestimenta, solo le había pertenecido la ropa de cama) a las profundas alegrías de la propiedad. Compró unas alfombras «persas» blandas y sintéticas para el suelo, así como cortinas de tul y persianas «de aspecto alegre» para las ventanas y, después de deshacerse del «mueble-biblioteca» antiguo, pesado e incómodo, colocó uno nuevo en el cuarto; equipó la cocina al estilo moderno, siguiendo los agudos consejos de una tienda llamada “Cultura del Hogar”, bastante popular en la ciudad, y cambió los enormes radiadores de gas que había en el piso, así como todo el baño. Desconocía la palabra cansancio y, tal como comentaba la señora Virág en tono elogioso, estaba llena de energía; pero, a decir verdad, solo empezó a sentirse en su elemento cuando, después de las grandes obras, por fin pudo empezar a acicalar su «nidito».
Se le ocurría una idea tras otra, su imaginación no conocía obstáculos y de su recorrido diario por las tiendas siempre traía algo, un espejo con marco de hierro forjado para el recibidor, un práctico corta-cebollas o un decorativo cepillo para la ropa, en cuyo mango uno podía admirar, incrustada, una vista de la ciudad. A pesar de que dos años después de la triste mudanza de su hijo —se fue llorando, apenas hubo modo de echarlo de la casa, y la señora Pflaum no pudo liberarse («¡durante días!») de una sensación difusa y desagradable—, a pesar, pues, de que dos años después de aquella mudanza ya no quedaba ni un solo hueco libre en virtud de su febril actividad, ella seguía sintiendo de manera desesperada que le faltaba algo. Complementó, por tanto, las simpáticas figuritas de porcelana que guardaba en la vitrina, pero no tardó en percatarse de que tampoco llenaban del todo el vacío; se devanaba los sesos, miraba aquí y allá, pedía consejo a la vecina, hasta que una buena tarde (mientras trabajaba en un «bordado Irma», sentada en el cómodo sillón) fijó, para descansar, la vista en las muchachitas de porcelana inclinadas hacia atrás —símbolos de dicha y ensueño— que había al lado de los cisnes, de las gitanas que tocaban la guitarra y del muchacho que lloraba, y de pronto se dio cuenta de lo que «tanto» le faltaba. Flores.
Tenía dos Ficus y un esquelético Asparagus (que había traído de la casa vieja), pero estas plantas no servían en absoluto como objeto de su inesperadamente resucitado «instinto materno», como decía ella. Y dado que entre sus conocidos no le costó encontrar a quienes, como ella, «estaban enamorados de lo bello», no tardó en entrar en posesión de innumerables y maravillosos tronquitos, bulbos y esquejes, hasta tal punto que, con tantos entusiastas amigos de lo verde, los alféizares se le llenaron de palmeras enanas, Filodendros y sansevierias, todos perfectamente cuidados y atendidos en los años transcurridos en compañía del doctor Provaznyik, de la señora Mádai y, por supuesto, de la señora Mahó; pero primero tuvo que pedir una y luego tres jardineras en una herrería situada en el barrio rumano, por cuanto ya no sabía dónde colocar las Fucsias acuáticas, las Pileas y la enorme cantidad de cactus, tal era la abundancia de plantas en su piso convertido, según ella, en un «hogar que animaba el corazón».
¿Y era posible entonces que todo eso —las suaves alfombras, las cortinas de aspecto alegre, los cómodos muebles, el espejo, el corta-cebollas, el cepillo para la ropa, sus célebres flores, toda esa tranquilidad, seguridad y feliz convencionalismo—, que todo eso se acabara? Sentía un cansancio infinito. La tarjeta que sostenía en la mano izquierda se le escabulló entre los dedos y cayó al suelo, Abrió los ojos, miró el reloj de pared colocado sobre la puerta de la cocina, vio cómo el ágil segundero saltaba de un punto a otro, y si bien parecía indudable que a partir de ese momento no la amenazaba ningún peligro, no sintió a su alrededor la seguridad que tanto necesitaba: sus pensamientos se sucedían sin cesar, ora esto, ora aquello le parecía lo más sustancial, así que —después de despojarse del abrigo, de quitarse las botas, de masajearse las piernas hinchadas y de ponerse las cómodas y abrigadas pantuflas— echó primero un vistazo a la avenida vacía desde la ventana del cuarto (pero: «ni un alma, ni una sombra al acecho… solo el camión del circo… y ese insoportable resoplido…») y luego, para cerciorarse de que todo seguía en su sitio, abrió uno tras otro los armarios y empezó a lavarse minuciosamente las manos, operación que, sin embargo, interrumpió al tener la sensación de omitir lo más importante si no controlaba las cerraduras de la puerta de entrada.
Entonces, un tanto más tranquila, recogió, leyó y tiró furiosa a la basura de la cocina la tarjetita (que ponía cuatro veces, las tres primeras subrayadas: «Te he buscado, mamá»), regresó al cuarto, subió la calefacción, y para poner fin de una vez por todas a tan nerviosa actividad, examinó una tras otra las plantas, ya que, pensó, si todo estaba en orden a su alrededor, su inquietud disminuiría sin la menor duda. No la decepcionó su simpática vecina, que había recibido el encargo de ventilar a diario la vivienda durante su ausencia y, sobre todo, de cuidar sus mimadas plantas: la tierra seguía húmeda en los maceteros y su amiga, una mujer «un tanto simple y abierta, pero de buen corazón y concienzuda en el fondo», incluso se ocupó de quitar de vez en cuando el polvo a las hojas de las palmeras más delicadas.
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