
El enemigo, del guionista, actor y director de cine Eduardo del Llano (Moscú, 1962) es una novela Premio Alejo Carpentier, 2018 y publicado por la Editorial Letras Cubanas tiene como eje argumental el serio asunto de la aparición de El Diablo con forma humana, quien necesita confesar sus pecados, y escoge, para ese fin, al hasta entonces nimio sacerdote Nicanor, párroco del pueblo Maravillas, quien a su vez solicita ayuda a Rodríguez, el obispo que funge como su máxima instancia.
Además de las rocambolescas situaciones que suscita tal evento —con el consiguiente peregrinaje hacia el Vaticano en primer lugar— y la repercusión mundial del hecho, narrados con la formidable garra humorística de Eduardo, el trasfondo de la novela se basa en la hipocresía del poder eclesiástico, dominado por la ambición, el desmadre y el contubernio solapado con las grandes potencias del mundo.
***
I
Rodríguez, el obispo, reaccionó al séptimo timbrazo. Después de todo, eran las cuatro de la mañana pasadas, como comprobó con amargura echando un vistazo al despertador, y apenas empezaba a salir de una sañuda infección de salmonela que lo había mantenido entre la cama y el inodoro durante casi dos semanas. Por otra parte, la dignidad que lo investía lo obligaba a responder el teléfono: podía tratarse de una emergencia. Y para algunos políticos y ciertos párrocos provincianos, cualquier cosa era una emergencia.
Gruñendo algo ininteligible aunque con cierto curioso parecido a una blasfemia, Rodríguez reptó hacia el aparato. Tenía un asistente, pero no le gustaba depender de nadie, así que el chico se mantenía ocupado en otra parte y venía solo cuando lo llamaba.
Tenía además un móvil, pero lo detestaba y, más o menos como al asistente, procuraba usarlo lo menos posible. Ningún santo, ningún ilustre sacerdote del pasado necesitó jamás un móvil. Tendió la mano hacia la sotana y el fajín, primorosamente doblados sobre el respaldo de un sillón —debajo de un póster enmarcado de sí mismo, sonriente y elevado sobre ciudadanos devotos que tendían los brazos hacia él, único elemento decorativo en el dormitorio—, pero no llegó a tocarlos. Soy tan obispo vestido como desnudo, en ropa interior o con el solideo encajado en la cabeza, se repitió con orgullo, y tomó el auricular.
—Escucho.
—Monseñor, soy el padre O’Donnell.
—Ajá— dijo secamente el obispo. Recordaba bien a Nicanor O’Donnell, un curita joven y puntilloso que nunca le resultó particularmente simpático. Sin embargo, ahora sonaba nervioso, casi suplicante. El obispo suspiró para dejar en claro cuánto le afectaba la vulnerabilidad humana, y continuó— ¿Qué ocurre, hijo mío?
—Necesito que venga enseguida, monseñor. Ahora mismo, lo más pronto que pueda. Me urge su consejo…
—¿Estás en la iglesia?
—Sí. Me levanto muy temprano.
—Y no te bastaría un consejo administrado por vía telefónica? —le interrumpió Rodríguez con impaciencia. Maravillas, el predio de O’Donnell, quedaba bastante lejos; era una noche fría y, por demás, la experiencia demostraba que el grueso de esas situaciones complicadas no lo eran tanto. Las más de las veces se resolvían con tres padrenuestros. O con un médico.
—A fuer de sincero, no creo que baste con su presencia —replicó el cura—, quiero decir, sospecho que la situación lo apabullará tanto como a mí. Oue Dios me perdone, pero me temo que en el presente caso ni siquiera Su Santidad tendría muy clara su línea de conducta.
—Cuidado con lo que dices —advirtió el obispo— y te advierto que no pienso moverme de aquí en tanto no te serenes y me expliques de una vez qué es lo que ocurre.
Transcurrieron unos segundos en que escuchó a O’Donnelñl batallar con su respiración.
—Se trata de una confesión.
—¿Deseas confesarte? —preguntó el obispo sin entender nada.
—Yo no, Su Eminencia. Últimamente no tengo una gran cosecha personal en el departamento de pecados. No, es alguien que ha venido a confesarse, pero…
—¿Un feligrés?
—No exactamente.
—¿Un desconocido?
—Eh… no del todo. Por favor, Su Eminencia, esto es un poco incómodo. Lo tengo delante.
—Hijo mío, no me has dado nada que justifique tu alarma. Ni, desde luego, que pueda inducirte a despertar a tu superior a las cuatro de la mañana…
—EI Diablo –dijo el cura casi de carrerilla—, el Adversario, Satán, Lucifer, Belial, Belcebú, etcétera. Se ha sustanciado en la iglesia hace unos minutos afirmando que desea confesarse. Tiene figura humana, pero antes, me mostró su verdaera forma para evacuar cualquier duda de mi parte. Ahora, ¿le parece esa razón suficiente para venir acá de inmediato, o prefiere que se lo pase al teléfono y se lo explique él?
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